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La Costa Azul de los pintores (I)
EXPRESO - 12.08.2010
Texto y fotos: Manuel Bustabad Rapa
Musa de pintores, encrucijada irrepetible del arte moderno, la Costa Azul francesa sedujo a genios como Monet, Picasso o Boudin, que montaban sus caballetes entre pinares salvajes y casas de pescadores, y hoy continúa siendo uno de los lugares más cautivadores del mundo. Te proponemos que nos acompañes a un recorrido en cinco etapas por ‘La Costa Azul de los pintores’.
Primer día.- Llegada y descubrimiento de Juan-les-Pins
El aeropuerto de Niza–Costa Azul, en la costa Sur de Francia, está al suroeste de la ciudad, en una planicie al nivel del mar con todo el aspecto de estar ocupando el antiguo delta del Var, río canalizado hoy día.
Llovizna. Es un viernes de marzo.
El chofer, puntual, me traslada raudo (soy el único pasajero del microbús, algún vuelo ha sido aplazado por el viento) al corazón de la Costa Azul, indicándome la presencia del hipódromo, que dejamos a la derecha, y revelándome que los apartamentos con forma de montañas en ‘Marina Baie des Anges’ son dos mil y su diseñador un arquitecto italiano. Me dice que Antibes y Juan-les-Pins son dos ciudades, pero su trabazón es tal que la trama urbana ha borrado los lindes de algún día.
Es mi primera vez y aún no he distinguido ese azul ‘especial’ del mar, arropado como está por las nubes.
JUAN-LES-PINS
Nuestro hotel es el Helios, en la Avenida del Dr. Fabre, en el centro de Juan-les-Pins, y allí nos reciben con amabilidad, asignándome la habitación 604, que tiene balcón a dos calles, con tumbona y todo, orientada ya al sol de la tarde.
Son las 13:00 horas. La primera cita es a las 20:30 para cenar con los colegas. Dispongo, pues, de siete horas y media a mi aire.
Con la satisfacción del tiempo libre, que me permitirá un relajado reconocimiento del terreno, doy los primeros pasos, que pronto me abren el apetito. Me atrae un puesto callejero que invade la acera, en el que un hombre de mandil verde abre ostras.
Resulta ser el reclamo del restaurante Le Festival de la Mer, en el 146 del Boulevard President Wilson, casi esquina a Guy de Maupasant. Decido una comida ‘sana’ a base de soupe legumes y moules marinières, eso sí, acompañada de un vino blanco, entre deux mers, que entona bien con las viandas. Total, incluyendo el café ‘noir’, 46 euros.
Me voy de paseo. Juan-les-Pins tiene playa, pero hoy está recogida. Sí, no es que esté enrollada, porque no es una alfombra, pero casi lo parece, con la arena amontonada en la parte alta, como esperando a que toda esa gente, que se afana acicalando tarimas y barandas, termine los preparativos en los chiringuitos para empezar otra temporada (de abril a septiembre, leemos en un cartel con el mismo nombre que nuestro hotel).
Aunque digo chiringuitos, los que veo no son construcciones provisionales, sino edificaciones sólidas que forman parte del entramado urbano. Me doy cuenta de que aquí los conceptos público y privado tienen otra dimensión, o al menos el uso de uno y otro.
Pronto me encuentro con una explanada de tierra, entre los jardines de la Pinède y la playa, en la que se aprecia expectación en torno a dos o tres grupos separados de jugadores de petanca.
De este juego sólo sé que se trata de aproximar las bolas de acero, lanzadas dos o tres por participante, a otra mucho más pequeña que parece de madera. Algunos espectadores tienen silla plegable y van cambiándose de sitio para observar mejor la partida, a medida que se traslada al arbitrio de los actores. Otros llevan metro enrollable para resolver lances dudosos. Y todos comentan y opinan.
Como queda mucho tiempo, pongo rumbo a la orilla Este de la península, enfilando la calle Chemin des sables y un pequeño tramo del Boulevard du Cap para, cruzando por la travesía de las Bouganvilleas, plantarme en el boulevard que recorre la costa hacia el sur.
Cada vez diviso mejor Le Vieil Antibes y su fortaleza y hago fotos al lado de algún atril. También se ve a lo lejos el complejo Marina Baie des Anges.
Poco antes de la punta Bacon me alejo del mar, buscando cualquier calle que me lleve al faro de la Garoupe. Esta colina, coronada doblemente por un faro y una capilla, está colonizada en su totalidad y repleta de fincas, la mayoría privadas, con sus casas. Pero no sería correcto definirla como una urbanización muy arbolada, sino como un bosque con casas. Porque, desde la distancia, los edificios apenas se ven y tiene aspecto de zona silvestre. Y, realmente, los pinos, especie predominante, son más viejos que las casas.
Seguimos con las mismas sensaciones: todavía no ha llegado el momento y muchas viviendas están cerradas. Algún jardinero procura la puesta a punto y todo aparece vacío de coches. Predominan las vallas altas robando luz a los setos y se ve algún que otro letrero de venta.
El faro no es visitable y la ermita está cerrada, pero el paseo vale la pena: es bella la panorámica en dirección norte, con Le Vieil Antibes y su Fort Carré enfrente y el mar en calma. Lo contemplo sin prisa, con devoción, pero con esa íntima agitación de presentir que en ese mismo punto puso sus pies y se detuvo a gozar de la vista más de un genio de la pintura… Entonces comprendo que ese es el efecto perseguido en estos recorridos costeros jalonados de atriles.
Hago rápido la bajada, pero sin atajar por alguna vereda empedrada que se indica, en dirección a los jardines de la Pineda, cerrando así el anillo.
Abajo tengo el tiempo justo para las últimas fotos a la puesta de sol, mientras los más rezagados de la petanca aún recogen sus bolas.
Vuelvo al hotel suponiendo que entre los recorridos del día siguiente tendremos esta ruta y podré regodearme de nuevo con su belleza.
Conducidos por Beatrice Di Vita, jefa de prensa de la Oficina de Turismo de Antibes y Juan-les-Pins, asistimos a la cena de bienvenida en el Eden Casino, situado en el Boulevard Baudoin, en el marco del Festival Internacional de Magia de Juan-les-Pins.
La cena es magnífica, a lo que contribuye sobremanera el variadísimo y alto nivel de actuación de los magos, entre los que, por cierto, hay un paisano.
El desconocimiento de otros idiomas me hace sufrir. En la mesa, de nueve, me acompañan reporteros de Hungría, Alemania, Dubai, Canadá, India, Tailandia, Japón y Portugal. Las conversaciones son mayoritariamente en inglés. Trato de comunicarme con mi colega de la derecha, tailandesa, con mi pobre francés, pero ella es anglófona. No quedo totalmente aislado porque a mi izquierda están Ágnes Horváth, de Budapest, y Cláudia Silveira, de Lisboa, que pueden comunicarse ambas en cuatro o cinco idiomas, uno de ellos (uf!) el castellano.
Hasta mañana.
No te pierdas la próxima semana:
Agradecimientos:
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