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La Habana Vieja que ellos me enseñaron a amar
EXPRESO - 19.06.2010
Texto: Federico Ruiz de Andrés; Fotos: Ana Bustabad Alonso Camilo es alto y algo desgarbado
Texto: Federico Ruiz de Andrés; Fotos: Ana Bustabad Alonso
Camilo es alto y algo desgarbado. Pero lo tuvo que ser más cuando sintió en sus carnes el orgullo de la vanguardia hace cincuenta y tres años. Tez morena, desdentado y pelo cano, recortado. De mirada perdida en la infinidad grisácea que se muestra ante nosotros en el Malecón. Una cicatriz cae de pómulo hacia boca emprendiendo una carrera que venció quien más vida dio a la bondad.
En pleno golfo de México, con una temperatura ambiente que se asemeja a la que todos llevamos dentro, Camilo siente hoy la responsabilidad de mostrarme la realidad de La Habana, una ciudad que muestra su fortaleza y vitalidad pese a un entorno lúgubre de dureza infinita.
El aeropuerto José Martí apenas sale en la noche a recibirnos. Se le intuye, está ahí, pero a duras penas se le ve. Es de noche, oscura como la cinta que devuelve a sus dueños las maletas en la Terminal internacional. Y afuera, la humedad infinita y el tenue calor que te hace redescubrir que estás vivo… y en las Antillas. En Cuba, la más grande de todas.
La Habana nos recibe a media luz siendo optimistas, tenue absoluta para el resto.
El coche te enfila hacia el hotel y vas atravesando anchas avenidas apenas transitadas por vehículos. En una de ellas nació nuestro Camilo. Fue en una de estas calles que ahora acogen a parejas que sonríen y, de la mano, trazan evidentes signos de su pasión.
Camilo era mecánico de automóviles. Ahora no. Ahora sólo sueña con tener un final feliz, arropado en su familia, en su barrio, sus recuerdos, sus amigos.
Cuenta Camilo que la vida es dura y habla de los sueños. Mas los sueños, sueños son.
Setenta años le escoltan y me cuenta cómo conoció a Merry, sus paseos por esas amplias avenidas, un helado compartido de Coppelia, allá en lo que llaman la Rampa, un domingo cualquiera, el día en que una copa de ron le animó a pedir matrimonio a su Merry, habanera y cajista de imprenta.
Los padres de Merry dedicaron su vida al tabaco. Lucharon por seguir adelante. Tuvieron dos hijas, Lucy y Merry. Las dos niñas nacieron en Pinar del Río, al este de La Habana, rodeadas de un ambiente tabaquero.
Los meses de abril y mayo viven la gran feria de la cosecha y la siembra, allá en la ‘Cenicienta’, aquella provincia perdida de Dios en tiempos del Imperio gringo. El valle de Viñales les dio la infancia, al cuidado de las plantas de tabaco. Hoy aquellas tierras han cambiado, y es uno de los destinos turísticos que el gobierno cubano está potenciando.
Ahora el turismo desempeña un nuevo y grande papel. El Mirador es un ejemplo de ello. Con la tierra de promisión que constituyen esas vistas tan espléndidas que desde la instalación ‘Los Jazmines’ nos promete. Y ya abajo, en el valle, el entorno del Mural de la Prehistoria, con sus bueyes y caballos, una amplia zona de restauración da un toque de modernidad que no es sino el prólogo de lo que será este nuevo polo turístico.
Merry soñaba con la capital y antaño, no es capaz de decir cuándo, su familia sintió la llamada capitalina. Y allá se fueron.
Habitaban una casa en el límite del barrio del Vedado, rozando la zona de Miramar, en un entorno salpicado de edificios nacidos a mediados del XIX y, más tarde resurgidos de sí mismos en las décadas de los veinte y los treinta del pasado siglo. Villas con jardín, que en una, dos o tres plantas significaban un ejemplo del progreso que vivía la economía cubana de aquellos años.
Y cerca, muy cerca, Merry visitó el Malecón. Ese Malecón del que tanto había oído hablar. Un punto de reunión, de diálogo, de compadreo en el que la visita a la puesta del sol es una de las citas absolutamente imprescindibles, como si fuera uno de los elementos de referencia en el turismo mundial.
Camilo muestra el orgullo de su Malecón. Me enseña el edificio Foxa, que parece un libro, monumentos a combatientes, las avenidas que hasta él llegan.
Me cuenta que a comienzos del siglo XVII los habaneros edificaron unas murallas que permitían resguardar la ciudad de los constantes intentos de los piratas por hacerse con ella y sus tesoros.
Envidiaban aquellos forajidos la pujanza de la ciudad. San Cristóbal de la Habana supo defenderse ‘¡Silencio, la ciudad duerme…! gritan en el Fuerte del Morro quienes recrean las gestas defensivas habaneras.
Todas las tardes, a las 21 horas, la escena se recrea para solaz de propios y extraños. ‘¡Las puertas están cerradas para entrar. Las puertas están cerradas para salir.’ Suena el cañonazo, día tras día. Toda la Habana sabe que son las nueve. La ciudad ya no duerme, pero todos rememoran su fortaleza.
Tiempos de la Corona de Castilla en los que piratas y bucaneros perseguían la riqueza fácil que resguardaba una ciudad incipiente y luchadora por el trabajo y el progreso.
Ahora, siguiendo el Malecón, llegaremos a la Habana Vieja.La Habana, capital por tres veces: del país, de la provincia, del municipio.
La avenida del Prado nos acerca al Capitolio, obra de 1929 que Camilio conoció un domingo de invierno de la mano de una Merry recién llegada a la capital, quien aún mostraba su entusiasmo e incredulidad viendo esos magníficos edificios.
La Habana, San Cristóbal de la Habana, haciéndonos eco de los que Camilo sabía de tiempos pretéritos, como el hecho acaecido en noviembre de 1519 cuando su funda la ciudad.
Unos parientes de Camilo habitaban, desde hace décadas, un inmueble en pleno centro histórico.
Cuando se iban a iniciar las obras de restauración, el gobierno les trasladó a unas casas nuevas en las cercanías. Así podría rehabilitarse vacío y en condiciones.
Camilo está radiante cuando comenta el afán común de su pueblo por la rehabilitación.
Al ver mi interés por esas tareas, Camilo me lleva hacia la iglesia de San Francisco.
De camino, tiro de la barba de la estatua de ‘el loco’. No es la Fontana de Trevi, pero algunos aseguran que, con este gesto, volveré de nuevo.
Camilo no sabe de Cádiz, pero en mi interior tarareo ‘la Habana es Cádiz con más negritos, Cádiz es La Habana con más salero’. Habaneras de Cádiz.
Yo no acabo de comulgar con cierto discurso que Camilo hace suyo, en su expresión ‘cuando echamos a los españoles’. Primero porque ellos, allá en 1898, también lo eran. Y ¿por qué, si no, el primer ferrocarril español puesto en circulación lo hizo por estas tierras? Tampoco ‘echamos a los españoles’ en sentido estricto. Quienes lo hicieron fueron los gringos.
Las calles de la Habana vieja están adoquinadas, se ha peatonalizado en su mayor parte y se han decorado con maceteros para que dé la imagen de un área limpia y agradable al paseo.
Tomamos una cerveza Bucanero en el hostal Los Frailes, muy próxima a San Francisco, en donde el personal viste en consecuencia con la denominación del inmueble.
Después del trago, Camilo me acerca a La Plaza Vieja. A finales del XVI se daban aquí cita mercados y fiestas, siguiendo el ritmo marcado por arcos y columnas. Hace calor y puede ser contradictorio, lo sé. Pero Camilo me habla de los chocolates del Museo. Aparece un enclave con cierto estilo.
En pleno recorrido del Vía Crucis de la Habana, allá en una esquina se ubicaba ‘La Cruz Verde’. El recorrido procesional se iniciaba en San Francisco y pasaba por un edificio con la afamada Cruz, en la calle de la Amargura. La antigua casa acoge ahora el Museo del Chocolate, una cita imprescindible de la actual Habana.
Allí me presenta a Merry, su cajista. Departimos unos instantes y me convence de otra visita inexcusable: La Imprenta. Lleva abierta apenas unas semanas en la calle Mercaderes. Es un restaurante con sabor español ubicado en una antigua casa colonial que funcionó como imprenta desde el siglo XIX.
Allá trabajó Merry, hoy muy feliz después de la rehabilitación del inmueble y de que cientos de personas puedan conocer lo que Merry y algunas decenas de trabajadores más hacían en su trabajo de difusión de las artes y las letras en la capital cubana.
En el restaurante se exponen aquellos viejos artilugios de la anciana imprenta, recuperados como arte y reivindicación de un pasado ya demasiado lejano. Gutemberg, Mc Luham,…
Merry me cuenta en tono confidencial que, muy cerca de su antiguo trabajo, discurría una calle rebautizada por el pueblo al coincidir sus gentes que ‘había visto al Obispo’.
Y el Obispo no hacía otra cosa sino transcurrir por la calle del Obispo.
Por allá cae el afamado hotel Ambos Mundos, refugio del Hemingway más referido entre los años 1932 y 1939. Y lo hacía demandando siempre la misma habitación, la 511, hoy convertida en museo que acoge exposiciones temporales acerca de la vida del escritor. Estos días puede verse la muestra ‘Hemingway y sus mujeres’.
Camilo está ya cansado y Merry entiende la situación. Yo quiero ya ausentarme, aduzco cierta prisa al comprobar la fatiga que a mis amigos les causa este paseo bajo los furiosos rayos del sol de primera hora de la tarde.
Es imposible irse. Aún me quedan algunas cosas que ver y no dejan de que termine tan pronto mi primera visita a La Habana, la que ellos me enseñaron a amar.
Merry me tira de las mangas de la camisa y señala la ubicación de dos mitos universales, ubicados de aquí a escasos metros: por allí se encuentra el Floridita, con sus famosos daikiris aguardando. Y allí La Bodeguita, en donde los mojitos resultan inolvidables.
Dos joyas del marketing internacional ubicadas en el microcosmos del mismo Hemingway. Regateo en corto asegurando que será esta noche cuando saboree las dos. Aún me queda un talismán, mi estatua de ‘el loco’, con lo que tengo ya ganada una vuelta segura.
No quieren que me vaya sin antes conocer la Catedral y su plaza y algo que me sorprende muy gratamente, la Plaza de las Armas.
En ella, los tres poderes, el económico, el eclesial y el gubernamental coinciden en un recinto agradable, de esos que nunca te quieres ir.
Aquí, el empedrado más próximo al palacio de los Capitanes mudó hace tiempo la piedra por la madera para no perturbar su descanso con el ruido de las pisadas.
Ahora, decenas de puestos de libreros de viejo, solazan los jardines de esta plaza tan agradable.
Tipos amables, con sonrisa sincera, completan el panorama de quien decide visitar estos dos kilómetros cuadrados que constituyen la Habana Vieja.
Merry y Camilo son una pareja discreta y feliz. Adoran su terruño y acumulan millares de imágenes que a cualquiera de nosotros nos hubiera encantado vivir. Desde Batista a Raúl y, sobre todo, de su Comandante. Todo un universo de escenas que trasciende con su plática.
Una conversación sincera, amena y plenamente lógica. Pero, sin duda, hay mucho más que contar de la Habana Vieja. Sus secretos siguen ahí, muy adentro. Me comprometo a seguir trabajando en ellos.
Agradecimientos:
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