Marrakech, a eso le llamo yo flechazo

EXPRESO - 30.04.2011

Ana Bustabad, periodista

Es lo que tienen los viajes, que siempre guardan sorpresas. Volaba hacia Marrakech, y una conexión perdida me confinaba a pasar el día en el aeropuerto, pero el destino me deparaba un flechazo…

Es lo que tienen los viajes, que siempre guardan sorpresas.
Era viernes, y tenía que haber estado desde primera hora en Marrakech, pero una conexión perdida hizo que llegase sólo a tiempo de ponerme guapa para la cena. El resto del día lo pasé sin salir del aeropuerto de Casablanca -Casa, como le llaman los marroquíes-.
Había madrugado mucho, pero está visto que dios no ayuda en cuestión de vuelos. Un par de retrasos encadenados provocaron que saliéramos tarde de Barajas, haciendo inútil mi carrera hasta la puerta de embarque 5 de la terminal de vuelos domésticos de Casa.
El siguiente vuelo a la ciudad roja, a las cinco, informaban las pantallas. Tras diecisiete gestiones ante otros tantos mostradores, conseguí una plaza. Sólo quedaba esperar. Menos mal que llevo dos libros, pensé. Pero el destino me deparaba un flechazo.
En la misma situación que yo se encontraba María, una bilbaína encantadora con la que congenié en treinta segundos. Era el primer viaje fuera de Europa de esta oceanógrafa investigadora, enamorada de su trabajo y de un chico llamado Gorka, que la esperaba en Marrakech.
‘Lo he conocido hace sólo una semana’, me contó. En total, dos días con amigos comunes en Baqueira y un par de cenas en Donosti. ‘Y mira, anteayer recibí un correo suyo con un billete electrónico de regalo para visitarlo en Marruecos, que es donde vive desde hace diez años, y no lo pensé dos veces, aquí estoy’.
Amor a primera vista. ‘Creo que es el amor de mi vida, me ha tocado la lotería, después de tantos años encerrada estudiando’, explicaba María con sus ojazos claros echando chispas. El plan, perfecto, un par de días urbanos en plan romántico y luego a esquiar al Atlas. ‘Me han dicho que te suben en burro’.
Las horas de espera se nos pasaron volando, charlando como cotorras entre tes a la menta y bocadillos insulsos, de esos de aeropuerto. Nos contamos media vida con una confianza y una naturalidad como pocas veces he experimentado, menos aún entre dos personas que no se han visto nunca.
El último rato se quedó dormida, apoyada en mi hombro, en una silenciosa sala de embarque. Luego, un vuelo breve y los nervios previos al encuentro. Dos pinceladas de maquillaje – ¿estoy bien?, – estás guapísima, María, perfecta-, y un arreglo rápido en la sala de equipajes.
Y allí la dejé, en los brazos de un pivón que la recibió ataviado con una chilaba blanca, por aquello de dar color al encuentro, porque el chico es del mismo Bilbao y a mucha honra. Nos intercambiamos teléfonos –‘si tienes algún problema me llamas, María’- y la promesa de hablar a la vuelta.
Qué queréis que os diga, ya estaba deseando llamarla para que me contase qué tal todo, aunque estaba segura de que había sido tan mágico como esperaba. Al fin y al cabo, su historia es de las que merecen estar en los manuales de amor.
En cierto modo lo nuestro también fue un flechazo. Pocas veces conectas tan espectacularmente bien con alguien, con ese hilo invisible que une a dos personas para siempre, por muy lejos que se encuentren. A mí me ha pasado no más de siete veces, y si algo tengo claro es que – como cualquier otro milagro- no se pueden dejar escapar.
En la agenda de su móvil me grabó como Ana Casablanca, y en la mía hice lo mismo: María Casablanca.
El resto del finde fue según lo previsto. Un poco de trabajo -algunas entrevistas, nuevos contactos, proyectos de viajes a lugares tan apetecibles como Mauritania, Togo, un par de invitaciones a festivales de música en el desierto-, y un poco de ocio -algunas compras en la medina, un par de cenas de gala espectaculares, de las que ya no se hacen-. Todo ello regado con chuzos, que caían de punta.
Fotos, lo que son fotos, no pude hacer ni media, teniendo en cuenta que mi pobre cámara no tiene garantía en caso de diluvio universal. Pero a Marrakech hay que descubrirla por uno mismo, porque ni todas las guías del mundo, ni los relatos de los incontables viajeros a los que ha enamorado pueden hacer justicia a la vida en directo. Aún así, no me resisto a dejar aquí la imagen, en pocas palabras, de la hermosa ciudad roja. Toda vuestra:
Jemaa El Fna es un gigantesco corazón, el alma abigarrada de Marrakech. A ella acuden, a todas horas, lugareños y extraños en busca de su magia. A medida que el sol dibuja su trayectoria, los colores varían del rojo ocre al dorado, el movimiento se intensifica.
Hasta que, al caer la noche, la plaza se ilumina con mil y una luces y comienza el espectáculo. En este cambiar constantemente armonioso, dos cosas al menos permanecen: los puestos de naranjas y la sensación de la vida hirviendo en estado puro.
Movimiento de personas en todas direcciones, entre puestos de mercancías imposibles. Vendedores de fruta que ofrecen insistentemente sus zumos. Monos de carita linda peleándose, encadenados por el cuello, a la espera de posar en el hombro de algún visitante. Mujeres que muestran pequeños catálogos con tatuajes de henna.
En medio del bullicio, sobre una alfombra sucia, algunos hombres sabios se reúnen en torno a la tetera. Decenas de niños ruidosos se cruzan sin orden con ciclomotores, carritos tirados por burros y peatones apresurados. Curanderos, artistas, brujos, lectores. Dulces de miel y almendra. Bisutería. Cestos de mimbre. La música embriaga.
Una vez que la descubres, te atrapa sin remedio. A esto le llamo yo flechazo.

Han pasado casi dos años y varios viajes a Marruecos, pero las noticias tan tristes que llegaban esta semana me han traído de pronto la necesidad urgente de volver a Marrakech. Y también de recuperar la pista de María porque, qué caray, es un poco mía. Gorka le regaló su primer viaje a África pero, ese día, en el aeropuerto, fui yo quien le descubrió el ritual del té a la menta, le enseñó cuatro palabras en árabe y sus primeras pinceladas sobre este país maravilloso.

Comentarios

Sara Iglesia (no verificado)

Estoy deseando saber cómo termina la historia de María. Un saludo Ana.

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