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De Otavalo a Guayaquil
EXPRESO - 12.02.2013
Ana Bustabad Alonso, periodista
La primera vez que vi la escena me quedé pasmada: qué coordinación, dios mío, que sincronía de movimientos perfectamente ensayados; para sí la quisieran los planes de evacuación de los grandes rascacielos. Eran las ocho de la tarde de un día como hoy, en la calle Preciados de Madrid…
La primera vez que vi la escena me quedé pasmada: qué coordinación, dios mío, que sincronía de movimientos perfectamente ensayados; para sí la quisieran los planes de evacuación de los grandes rascacielos.
Eran las ocho de la tarde de un día como hoy, en la calle Preciados de Madrid. Alguien daba una señal, y una veintena de pequeños puestos callejeros desaparecían a la velocidad del rayo, justo tres segundos antes del paso de la Policía Local.
Hoy los vemos en cualquier ciudad española, con sus pañuelos de colores y sus chales sobre esas sábanas blancas de esquinas mágicas. Siguen siendo unos maestros en el arte de escapar, pero ya nadie les presta atención cuando lo hacen. La costumbre.
La mayoría son ecuatorianos, aunque muchos de sus productos lleven el inconfundible aroma ‘Made in China’. Si no tengo prisa, suelo pararme a preguntar algún precio (ya lo saben quienes me conocen, que no me resisto a los colores) y acabo charlando un poco con el vendedor y preguntándole de dónde es.
‘-De Ecuador. -¿De qué parte?’. Dudan antes de responder, como si intuyesen inútil la precisión. ‘De un pueblo pequeño, Otavalo’. Entonces, pongo la mejor de mis sonrisas. ‘Qué lugar tan bonito, lo conozco’. Y de premio recibo otra sonrisa.
Al principio me engañaba pensando que lo hacía por verlos sonreír. Sé muy bien lo que significa estar lejos, y lo reconfortante que resulta que te hablen bien de tu casa. Pero hace tiempo me di cuenta de que quien tiene morriña soy yo, de una tierra ecuatoriana que me conquistó para siempre.
Otavalo es un pueblo pequeño en los Andes, muy cerca de Quito. Se ha especializado en artesanía y todos los viajes organizados incluyen una excursión de medio día hasta allí. En realidad, es uno de los pocos lugares del país donde se pueden encontrar chaquetas de ésas de colores infinitos que te alegran el frío andino.
Muchas mujeres aún visten a diario con la ropa típica de las cholitas, y llevan collares de mil vueltas, de cuentas pequeñas de cristal y oro. Cuanto mayor y mejor situada la mujer, más vueltas y más finas las cuentas.
Incluso aquí en Otavalo, uno de los puntos más visitados del país, los turistas son escasos y los vendedores, extremadamente amables, conservan el candor de quien aún no ha entrado en la vorágine del siglo XXI. Es así en todo Ecuador, desde la preciosa Quito a la señorial Cuenca, la acogedora Baños -anoten este nombre, Monte Selva- o las sorprendentes islas Galápagos, aunque los habitantes de la cordillera tienen poco que ver con los de la costa o la amazonía.
Bastantes kilómetros y muchas horas de carretera más al sur de Otavalo se encuentra Guayaquil, una ciudad que me tiene enamorada. Está en la costa del Pacífico, pero no tiene playas, y el agua que la rodea es de color chocolate.
Sus calles, perfectamente dispuestas en cuadrícula como en todas las ciudades americanas, son un entramado de cables y tráfico desordenado. Y, desde la creación del Malecón 2000 ha comenzado una transformación ciudadana que hace que cada día se vean menos calles sucias y pobres.
Guayaquil tiene muchos encantos. Empezando por un nombre que, de puro bonito, despierta los sentidos. ¿O no?
Me gustan sobre todo sus jugos de frutilla, que así llaman aquí a la fresa; el calor espeso y húmedo; sus gentes, orgullosas de una ciudad que en los últimos años está haciendo un esfuerzo grande por progresar.
Y lo que nunca perdono es una visita al parque Seminario, justo al lado de la catedral. Recuerdo que cuando lo leía hace tantos años en la Lonely Planet pensaba que imposible, que no podía haber un lugar así. Está llenito de iguanas que se pasean tranquilamente al sol y se dejan acariciar, mimosas, cerrando los ojos.
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