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Marruecos, la Tierra de los hombres
EXPRESO - 22.04.2012
En 2010 tuve la suerte de asistir, junto con un colega británico, a la celebración del ‘Día de la Tierra’ en Rabat, a orillas del Atlántico…
En 2010 tuve la suerte de asistir, junto con un colega británico, a la celebración del ‘Día de la Tierra’ en Rabat, a orillas del Atlántico. La capital marroquí había sido elegida como ‘ciudad primera’ para celebrar el 40 aniversario del Earth Day en el mundo.En cuanto me lo propusieron me entusiasmó la idea. No es que una tenga la conciencia ecologista a flor de piel, sobre todo en lo que a tesis oficialistas se refiere. Lo que me atrajo enseguida fue la perspectiva de dedicar dos días a sentir conscientemente la tierra, con minúsculas. Al fin y al cabo, creo, esa es la verdadera Tierra de los hombres, y no un planeta azul y redondo fotografiado desde lejos.
Ese polvo que pisamos y que recoge nuestro sudor. Del que formamos parte y al que volvemos por mucho que nos empeñemos en olvidarlo. Donde plantamos nuestros árboles y nuestras casas. De donde surge el agua que bebemos y compartimos. Así que allá me fui con una pequeña mochila naranja, dispuesta a abrir la mente y a saborear sensaciones.
Decir que el viaje fue una delicia es poco. Tuve la oportunidad de conocer Rabat, una ciudad que merece por sí misma muchas líneas. No me la imaginaba tan luminosa, tan verde, tan limpia. Tan distinta de la financiera Casablanca o de ciudades más turísticas como Marrakech o Essaouira.
El hotel, la acogida y el programa en Marruecos me sorprendieron por excelentes. Y eso que cuando la invitación procede de toda una Oficina de Turismo una se espera siempre lo mejor. Pero lo que me llegó a la piel de verdad fueron esos detalles pequeños de hospitalidad abrumadora que hacen que un viaje se convierta en especial.
Mientras visitábamos las tiendas de la medina, nuestro anfitrión del Ministerio, desapareció un par de minutos. A la vuelta traía dos pequeñas carteras y dos pulseras de cuero que había comprado para regalarnos como recuerdo de nuestro viaje.
Esa misma tarde, antes de bailar sobre la tierra desnuda en el multitudinario concierto de la Journée de la Terre nos llevó a tomar un café (con bollo de chocolate incluido, golosos que son los marroquíes) a un bar atestado de gente. En la tele se retransmitía un partido de fútbol, Zaragoza-Real Madrid, y no creo que en ningún local español hubiese a esa hora tanta pasión concentrada.
La noche terminó en un típico restaurante marroquí. Zumos, mezze, couscous, tajin de pollo y cordero, té a la menta y dulces apretados de miel y frutos secos. Charlas sobre lo divino y lo humano.
Interculturalidad en estado puro. El último día iba a ser tranquilo. El programa oficial había terminado y la perspectiva se reducía a un rato de playa en el lujoso y vuelta al aeropuerto de Casablanca -Casa, como la llaman allí-.
Pero aún me esperaban algunas sorpresas. Nada más subir al coche, mi conductor, me ofreció la posibilidad de evitar la autopista y coger la carretera de la costa. Como si tuviese todo el tiempo del mundo para mí, transformó un transfer rutinario en un recorrido fantástico.
Se desvió dos o tres veces de la ruta para que pudiese hacer fotos de las playas más bonitas. Burritos de juguete, coches, cabras y grupos de personas se iban cruzando en nuestro camino. Yo leía en alto los letreros de cada población, e Hicha corregía mi terrible pronunciación con paciencia y una sonrisa.
En un momento, la cuneta se llenó de pequeños tenderetes compuestos por una sombrilla y una mesa destartaladas. Puestos de comida y leche con enormes cestas de huevos frescos, las gallinas correteando alrededor.
En el último de ellos, paró el coche y me insistió para que bajase. Mientras pensaba si me permitirían pasar en la aduana una docenita de aquellos huevos, me encontré en las manos con una cuchara y una taza llena de couscous y el mejor yogur líquido que he probado en mi vida. Se llama sicouc, me aclaró.
La viejecita que atendía el puesto adivinó enseguida que una es patosa a más no poder, así que me alcanzó un taburete minúsculo y fue a buscar un pañito de cuadros azules y blancos que colocó con esmero sobre mis rodillas.
En todo el rato que tardé en terminarme el contundente refrigerio, no dejé de sentir la tierra bajo mis pies. Ni su sonrisa curiosa de piel morena y arrugada bajo el pañuelo.
Respiré hondo y decidí que tenía que contarlo. Porque fue uno de esos momentos mágicos en que nada falta ni sobra. En que te sientes reconciliado con la Tierra. La de los hombres justos.
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Nuestros mejores deseos, Xosé Manuel
Simo (no verificado)
28.04.2010 - 15:46